Fuimos rosas robadas del jardín de las pesadillas, las aspas de una cruz que sólo se unen en el epicentro del dolor para después continuar su trayectoria hasta el próximo punto.
Lo supe desde el principio, supe que éramos rosas. Que nacimos y moriríamos, aunque el mayor suplicio fuera contener estas repentinas ganas de morir a medida que más nos adentramos en la vida. Supe que nada de lo que estábamos haciendo caería en el olvido, y que eso nos convertiría en ejemplares de polvo encerrados en una vitrina, unos ejemplares respetables.
Supe que la cara negra del día nos invadiría, que tarde o temprano, nuestro afán por derrotar al sueño mientras los demás dormían, nos despertaría a gritos en pleno mediodía. Que las sábanas enmudecerían. Que las almohadas se cansarían de moverse, infartadas por el frenético tambor de nuestras pestañas.
Que el mundo, en conclusión, nos cobraría comisión. Una comisión tan alta como la proporción de emociones expulsadas por litro de aire. También supe que, los bancos saldrían perdiendo simplemente intentando calcularla, y que sería el destino quien nos haría abonarla.
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