jueves, 8 de enero de 2015

Reflexiones de una sonámbula diurna

Lo sepamos o no, lo neguemos o no, seamos conscientes o subconscientes o incluso inocentes creyendo que tras caer por el precipicio se acabarán nuestros males; no somos seres racionales, porque nos cuesta decidir a mares secos. No esperes que una vela bien alzada logre soportar el soplo enfurecido de los vientos que quieren verte caído en altamar, puede darte esa impresión en un suspiro de ilusión y de emoción, en un segundo de valentía, pero no, amigo mío quiero que sepas, si la vida no te lo ha enseñado antes o por si acaso ya no lo recuerdas que, si sigues en pié es para reinventarte. La vida es dolor, cada paso es una aguja directa a tu corazón. No te voy a engañar  si llegados a este punto sospechas haber perdido por el camino más de lo que jamás alcanzarás a recuperar, tus ojos conocen la respuesta. Nadie sabe lo que cuesta curar las heridas que se esconden tras el roce de la brocha helada sobre una piel que arde en pleno corazón, nadie, porque tampoco nadie nunca lo ha logrado.

Sin embargo, por esos giros inesperados que tiene la vida en la que nos ha tocado pasar el rato, de vez en cuando recuperas la maldita esperanza, la misma que te ha hecho intentar recoger con la lengua los pedacitos de alma que se han quedado a tu lado repartidos por el suelo entre unas baldosas de cerámica que antes brillaban y ahora más que nada se esconden entre las grietas que han dejado tus tacones a medio usar. Crecer, crecer  a base de andadas y de ostias bien o mal dadas, pero al fin y al cabo recibidas, y ya que fueran todas en la cara, porque entonces tendríamos suerte de que todo el mundo viera cuánto duele caminar por esta vida sin más salida que la muerte, pero no, las ostias que más duelen son las que se clavan dentro, las que no se ven porque de tanto que pesan se escurren por entre las venas, llegando a paralizar arterías que, si ya de por sí no eran de confianza a la hora de funcionar adecuadamente, ahora ni siquiera se molestan en ponerse en marcha para bombear un corazón intermitente.

Es duro, como el sonido del asfalto rasgando el músculo del pecho al ritmo de un chorro de sangre, puede incluso llegar a resultar cruel, como el llanto de un bebé abandonado en cualquier contenedor, pero hay cosas que ya están decididas antes de nacer. 
No recuerdo si mi destino me presentó alguna vez su tarjeta de bienvenida quitándose el sombrero y dándome su dirección con una sonrisa por si tenía alguna duda, o si fui yo la que, convencida de que mis manos podrían pintar sobre un lienzo en blanco lo comencé a imaginar.
Siempre se me da mejor lo contrario a lo que debo hacer, curiosidades, no casualidades,  del ser humano que no lograré entender.  ¿Acaso hay algo que entender? ¿O somos nosotros quienes creyendo que podemos dominar cualquier pensamiento que se haya creado o que alguna vez haya existido necesitamos comprender?


Nada. En la soledad no hay nada. En el vacío no hay nada. Y nada es lo que sobrevivirá de nosotros cuando se esfume el polvo de nuestras cenizas, ni si quiera el recuerdo es eterno. 

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