Hoy la primavera se ha callado. Ha preferido inmolarse y dar paso al frío que cruza nuestros corazones rotos, congelándolos en una canción tan amarga, que se nos olvida ponerle azúcar al café. El cielo lo sabe. Por eso hoy las nubes se desprenden del dolor que llevan acumulando todos estos años en forma de lágrimas que caen sobre los que estamos abajo, resistiendo una vez más las agujas de la añoranza, los mismos a los que hoy la impotencia les gana secuestrándonos el brillo de los ojos, para teñirlos del gris que gritan los vientos de un día nublado.
El sí y el no se quedan en nada, pierden todo su sentido y se suicidan sin arrepentimientos, colgándose de la cuerda de un suspiro inacabado, siendo conscientes de que ya han perdido todo su significado cuando el huracán nos ha arrasado. Y el quizás, se queda corto para inspirar todo el serrín que lija el ambiente.
La relativización siempre fue mi fuerte. Como un golpe seco en el estómago, aparece sin tiempo a describir la sensación que produce quedarse sin respiración al instante. Tantos piratas para tan pocos barcos... Si la mar se revuelve, habrá que darle de comer con nuestros restos, secos de tanto vaciar lágrimas en vasos de ginebra.
Nada que ver con esta vida y nada que perder más que ella misma. Si dependemos de los otros, de los que un día nacieron, mal vamos, pues acabarán siendo polvo, como nosotros.
Hoy los barrotes de hierro se deshacen, puesto que los sentimientos oprimen como ningún material logrará hacerlo nunca. Esclavos de nosotros mismos, de todo lo que llevamos por dentro, seguimos buscando, inocentes y tozudos, algún molino contra el que pelear. Solo hay una diferencia, aquí no existen escuderos que nos prevengan. De locura, no solo en los libros se puede morir.
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