Por si acaso a nuestra suerte le da por acabarse, hoy diré que no, que no soy feliz ni he pretendido serlo, porque prefiero que la vida me haga saltar de alegría y emoción al ritmo de los latidos de una batería, desgastada de tanto gritar lo que los silencios no se atreven a cantar, por si a alguien se le ocurre cortarle la lengua, por miedo, por haber aceptado una represión comprimida en cápsulas que, de acuerdo con la receta médica, va bien tomarse antes de cada comida. Y dar vueltas hasta acabar embriagada de tantos pestañeos al son de ritmos frenéticos que me devuelvan a la depresión del alma cuando la hipocresía de las noticias se cuele entre mis orejas. Las verdades no se pueden matar. Ni pistolas, ni fosas, ni banderas, ni los vencedores que escriben la historia entre páginas deshechas han conseguido eclipsar las ganas de suicidar esta sociedad amarga para hacer de la humanidad nuestra única patria.
Empiezo a creer que no estamos tan ciegos como nos hacen
ver, y que, no es que caigamos en el bucle del abismo al repetir los errores de
siglos anteriores, sino que directamente lo buscamos, lo ansiamos. Que visto el
circo de la farsa en la que nos ha tocado sobrevivir, nos alimentamos de rabia,
porque muriendo así, de algo hay que vivir.
Pero esta conga no se detendrá, no hay remedio cuando la enfermedad se genera en laboratorios de ovejas amaestradas que sólo esperan encontrar un pastor al que seguir, fielmente, sin preguntar, sin mirar más allá, sin luchar por la sangre que todavía corre por nuestras venas. Para llegar hasta el paraíso prometido, el campo de concentración al que muchos prefieren llamar refugio, del que nos hablan desde mucho antes de nacer. Otros eligen llamarle hogar, sin saber que el mundo está ahí fuera, sin dejar de girar, mientras sólo con capaces de admirar cuatro paredes que les envuelven, que antes fueron aire, y pronto se derribarán dejando paso a las cenizas de un polvo que luego se volverá a levantar formando nuevas paredes. Que si el juego del esclavo se acaba ¿qué nos queda? Mejor mantenerse precavido a atreverse, en un acto de rebeldía, a abrir unos ojos que nos fueron dados para mirar. Mas, ¡oh dios mío! ¡Líbranos del pecado de mirar!
Pues no estamos aquí para sentarnos a mirar, sino para levantar puños con nuestras miradas, quemar las leyes que nos imponen en contra de la naturaleza que ruge en todos y cada uno de nuestros estómagos, y para romper con ellas los barrotes que nos oprimen, porque como un amigo escribió en algún papel: hay peores cárceles que las palabras, pero aun así, yo añado que, éstas pueden hacernos explotar el pecho en mil destellos de fuegos artificiales, transformando en su combustión las lágrimas de la represión.
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