jueves, 24 de enero de 2013

Rosas en la estación

No te sientas mal, no trates de culparte, porque no puedes sentarte a esperarle el resto de tiempo que te queda. Seguiremos nuestros caminos, como siempre. Por muchas señales que vean mis ojos, y por muchos latigazos que me dé el corazón cada vez que al cruzar la esquina creo oír tu voz, sabré continuar. De la misma manera que he seguido con vida, sé levantarme cuando me caigo de morros, porque siempre habrá alguna salida.

 Sabes que la vida te da muchas oportunidades, de ti depende cogerlas o dejarlas para otros que vengan después. Sin duda preferiría que tú fueras el único tren de mi estación, y que una vez que pasaras ya no hubiera retorno, que me subiera y que me quedara a vivir para siempre en un vagón, siendo la única pasajera, y sin importar la dirección. Te puedo prometer que escucharé la bocina de ese tren cada día al levantarme y justo antes de dormirme, para que así en sueños me suba cada noche y recorra lugares inhóspitos a tu lado. Te puedo prometer que escucharé el sonido de su locomotora tan fuerte como lo escucho ahora. Pero ya he estado demasiado tiempo pasando frío en una estación que no tiene techo mojándome cuando llueve y soportando temperaturas bajo cero cuando nieva a la intemperie, he pasado noches de calor insufribles en mitad de las vías, y he deseado que apareciera en cualquier momento y se acabara mi tortura.

A veces, te he visto pasar por otro andén, y al intentar correr hacia ti, te escapas zambulléndote en un oscuro túnel.  Quizás se me ha caducado el billete, pues el taquillero me dijo un día que si pasas la vida esperando es que no esperas nada de tu vida, y que se iba. Se fue. Y desde entonces no lo he vuelto a ver. Me dejó sola en esta guerra fría, y me hizo comprender que mi figura se alzaba congelada en mitad del tiempo. Que mi silueta marcaba los límites de la nada, y que cuando te adentras en ella, te ciega. Como en un desierto de aire, mi corazón intentaba no salir volando, pero algún día el huracán tenía que llevárselo. Y se fue, él también. Y con él mi fe. Y el huracán paró. Y el viento dejó de soplar. Y ya no se oía el sonido de las hojas al ir de aquí para allá, porque ya no se oía nada. El viento calló, y se hizo el silencio. Y la noche revivió del olvido para acostare conmigo en el banco de la estación.
 Y pasamos las horas sin manta ni abrigo en mitad del eterno frío. Y por la mañana ya no abría los ojos para ver si el tren pasaba. 

Éramos esclavos de la duda, indigentes del presente… 

Hasta que un día, mientras recogía los helados pedazos de mi corazón derramados por el suelo, vi que amanecía. Y el sol, me rozó la cara como nunca antes lo había hecho, con su mejor caricia. Supe, entonces, que algo había cambiado. Y todos los trocitos de corazón que tenía secuestrados en mi puño apretado con dolor, desaparecieron, mientras notaba de nuevo esa sensación en mi interior. Y el tren paró. Me abrió sus puertas, y como el animal que confía en su olfato para que le guíe hasta sus presas, entré. Lo que allí dentro pasó, no lo sé ni yo. 

Simplemente sé que al salir, juré pasar todos los días por la estación, y dejar una rosa. Para que si algún día vuelves a parar, las puedas contar, y sepas cuánto me has hecho esperar.



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