Vanidad, orgullo y silencio.
Son las huellas que va dejando
la indiferencia sobre nuestras almas.
El rencor no es para mí. Tampoco el
perdón.
Sé lo que un día fui, y a pesar de que jamás volvería allí, no reniego
de lo que aprendí.
Los latidos de mis sueños entre la euforia de esta matanza
son los que me impulsan a no seguir un hilo de razón. La soledad nunca estuvo
de más y le abro las sábanas para que siempre que quiera pueda acostarse a mi
lado. El rumbo se derrumba cuando mis pestañas retumban hacia el infinito. Que
no existe, que sí, tampoco existe la esperanza, la ilusión ni la libertad, y
aun así seguimos muriendo por ellas al intentar encontrarlas. No podemos
reprimir las ganas de volar dentro de un jarrón de cristal. Lo rompemos, y
sangramos antes de notar el dolor. Después sufrimos. Intentamos curar con saliva
las heridas que nosotros mismos nos hemos provocado. Y es que la ironía trágica
es la esencia de esta vida.