El resumen de una vida lo contiene la chispa más ligera, aquella que pasa de inapercibida por el pirotécnico, la misma que consigue arrasar un campo entero y mantener a un escuadrón de policías haciendo rebotar la culpa entre el motero descuidado que arrojó su colilla a la hierba pero que casualmente cinco minutos antes aparecía sin humo en la foto del radar y el campesino descuidado, que aunque nvadie lo viese, ese mediodía quemaba rastrojos a tutiplen. ¿Dime, ahora a por quién?
El fuego ni lo creamos ni lo dominamos, simplemente jugamos a ser sus amos. Lo relacionamos con los sentidos más místicos y pasionales porque nos provoca grandes emociones que hacen que nuestros capilares se pongan en marcha. Aún así, resulta bonito. Es curioso como, la belleza puede surgir dentro de las más mísera hipocresía. Desaríamos ser pólvora y estallar al compás del ritmo que nos marca un corazón tuerto, que de tanto chocarse con los sueños muertos, decide empezar a callar. Ser diamante para que ni siquiera el fuego nos erizara la piel. Ser, al fin y al cabo, lo que nunca seremos.
Cada estallido suena más fuerte que el anterior, y sin embargo, no sabría escoger cuál de todos ellos es el que describe cómo se prendió una mecha a la que habíamos arrojado agua, para evitar que brillara. No te angusties si los dejas de oír por unos segundos, a pesar de que parezcan eternos, volverán. Están descansando para la traca final. ¿Los oyes? ¿No cesan en tu cabeza, verdad? Yo también los oigo. Cada uno lo hace a su manera.
¿Y si fuéramos sólo eso; una bola de fuego intentando evaporar a toda costa los litros de agua que llevamos dentro?